Era 1974 y mi primera noche en Nueva York. Había volado desde San Diego y me había reunido con mi mejor amigo, el fotógrafo Neal Preston. Inmediatamente salimos a la ciudad. Fui al Bottom Line, donde conocí a mi editor de la revista Circus. Le mencioné que había escrito mal mi apellido. Me reprendió borracho por haber sacado el tema e hizo que me echaran por ser menor de edad. Después fuimos a Max’s Kansas City, donde Laurel Delp me presentó a Lou Reed. Le hice una pregunta sobre Jackson Browne. Me insultó y se levantó de la mesa. Bruce Springsteen estaba tocando arriba, pero el portero no me dejó entrar. Luego fuimos a Nathan’s a por un perrito caliente. Un vagabundo de ojos rojos como la sangre nos advirtió de que Oriente Medio iba a estallar aquel fin de semana. En otras palabras, fue la mejor noche de todas.

A la tarde siguiente, llamé a la puerta del brownstone de Todd Rundgren en Horatio Street y comencé la gloriosa tarea de entrevistarle para Rolling Stone. Todd fue uno de mis primeros héroes musicales. Sus primeras y dolorosas canciones de amor y añoranza habían llegado a significar mucho para mí. Cuando por fin le pedí a mi amor secreto del colegio que fuera conmigo al baile de graduación, se rió y salió corriendo. No entendía por qué me sentía tan mal y tan bien al mismo tiempo, pero Todd sí. Se trataba de una estrella del rock que no escribía sobre la elevada vida de lujo en el sur de Francia; escribía sobre gente como yo.