«Eh, señor, ¿adivina qué?» Siento una pequeña mano que tira de la manga de mi abrigo y miro hacia abajo para ver a un joven negro de unos siete años que me mira fijamente. Es el 28 de octubre de 1976, y estoy en el Auditorio Cívico de Nueva Orleans, una sala abarrotada de montadores, montadoras, sonidistas y músicos. Está a punto de producirse un acontecimiento increíble.

«Señor, ¿sabe lo que va a pasar aquí mañana por la noche? La Nave Nodriza va a aterrizar justo en ese escenario, y el mismísimo Dr. Funkenstein va a estar aquí», continúa, sin darse cuenta de que el mismísimo Dr. Funkenstein, George Clinton, está de pie a menos de dos metros. El chico sigue rapeándome mientras la nave nodriza plateada es izada a una percha sobre el escenario. George pasa caminando, con aspecto muy incógnito.

«Oye, quiero presentarte a alguien, éste es el Dr. Funkenstein». «Sí, claro», dice el chico con voz caída por la duda. «Ese no es el Dr. Funkenstein. ¿Dónde están su bata blanca y su peluca?».