Fue mientras esperaba a que cierto baladista diera un concierto al aire libre en Boulder, Colorado, cuando oí por primera vez «After the Gold Rush» de Neil Young.

Era una canción totalmente nueva en aquel otoño de 1970, enviada a través de un gran equipo de sonido a una reunión en un campo en una soleada tarde. Lo sorprendente era que, a pesar de todas las virtudes del baladista que se avecinaban, el momento álgido de unificación de la multitud había llegado y se había ido con la canción.

Se invocó lo que quedaba del tribalismo hippie, junto con ese perenne compromiso muscular con los problemas que Young siempre ha aportado a su música.